Pasamos por calles y calles, haciendo parada en la casa de la cantante Cesárea Evora, que resulta que vive en París, pero cuando viene a Mindelo, tiene su casa.
A partir de este momento, carretera de adoquines irregulares, que nos lleva dando saltitos, durante 18 Km., hasta el Callao.
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Desde aquí por una carretera asfaltada, recién inaugurada, fuimos a Monte Verde, de altitud 800 mts. y desde donde, teóricamente se ve la isla, decimos teóricamente porque estaba metido en nieblas y no vimos ni un carajo. De ahí a Salamansa, un pueblito en la costa, abarrotado de crianças (niños en portugués) que debe ser una reserva demográfica de la humanidad.
Al lado Bahía das Gatas, en lugar de un secarral esto es un cenagal, con una playa enorme, muy protegida por una escollera y varios arrecifes. En mitad de la playa, hay un escenario, de hormigón, donde se celebra cada agosto un festival internacional de música. Vienen de Brasil, de Senegal y de todo Cabo Verde.
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El sábado apareció por el pantalán un vendedor de percebes. Regateamos un poco y le compramos más de 3 kilos por 10 euros. La primera parte cayó antes de comer, a modo de aperitivo y luego nos zampamos un solomillo del Pirineo que llevábamos a buen recaudo para celebrar el paso del Ecuador. Con nuestra parada en Mindelo, hubo que adelantarlo para que no se estropee. Comida estupenda.
Por la tarde nos encontramos, en la terraza del kiosco de la Plaza Nueva, un turista español, del foro, que nos contó las excelencias de la isla de enfrente, Sao Antao, y de un barucho de aquí, el Pica Pau (Pájaro carpintero), donde él ha comido hoy langosta, con arroz y verduras. Nos dirigíamos a cenar a un restaurante donde habíamos estado otro día y allí estaba el músico del sombrerín, chirriando su violín con las melodías interminables. Decidimos que otra vez, no. Así que cambiamos al Pica Pau.
El restaurante no llega a 10 metros cuadrados con 6 mesas y amplios espacios entre ellas, manteles individuales de hule, con colores alternando de verdes a rojos, sillas de formica y platos de cristal verde oscuro, un poquejo rayados. La cocina no tiene ni dos metros cuadrados, la nevera está en la parte del comedor y por un ventano de una cuarta, se pasan los ingredientes. A cambio la decoración es espectacular: un aparador, donde se ponen los vasos, con el fondo de hule, con motivos variados: cds con brillos de colores, gafas fashion y otros. Un cuadro en otra pared, con cerco de madera y hule en su interior. El resto del establecimiento empapelado con cartas escritas por clientes de todo el mundo y souvenir de lo más diverso. El calor denso, ventilador en el techo como los de Humprey Bogart. Olor a cocina de los que encantan a Andrés.
¡que pena no poder inmortalizar el lugar con algunas fotos!, se nos ha olvidado la cámara
Entre toda esta decoración fascinante, nos jalamos unos trozos de langosta, pelín achicharrá, con un arroz, purito engrudo y patatas fritas. A media cena vino el chef y puso sobre la mesa un rollo de papel de cocina que resultó de mucha utilidad, además de para limpiarse las manos, al capi le sirvió para secarse el continuo sudor que brotaba de su reluciente calva y cuando alguien entraba al WC, también le daban de nuestro rollo. Enfrente, a menos de un metro, una pareja de lugareños con muy buena pinta, estaban degustando un exquisito arroz de marisco, con el mismo engrudo, que el dueño muy simpático, nos vino a explicar que era como la paella española. Que nosotros sepamos la paella no se hace con engrudo. ¡Va!, son cosas nuestras.
A media noche, llanto y crujir de dientes. No se sabe quien ha sido el culpable, si los percebes, la langosta o el cha, cha, cha. Serían las cuatro cuando el capi tuvo un forti dolori de vientri.
Esta circunstancia ha cambiado nuestros planes de salida, previstos para el martes, día de La Santina. Desde ayer domingo estamos enclaustrados en el cata, con dieta de arroz blanco y similar y saldremos como mínimo el jueves, si remiten los efectos devastadores de Moztezuma.
A la mar no se puede salir con la espita abierta.
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